Papá siempre les había dicho que la verdadera riqueza estaba al alcance de sus manos, sus ojos, oídos, nariz y boca. Sin embargo, los pequeños Juan y Miguel continuaban buscando tesoros escondidos por todos los rincones de la casa. Tal era su empeño que todos los días, al llegar del colegio, rápidamente se cambiaban de ropa para comenzar su incansable búsqueda. A regañadientes, terminaban sus tareas para seguir en la tarea de buscar. Buscaban durante toda la tarde y luego de la cena, antes de que les mandaran a dormir. Los fines de semana ya no hacían más que buscar. Buscaban durante los comerciales, cuando veían sus programas favoritos en la televisión. Buscaban en sus juegos y hasta en sus sueños.
Como
pasaban los días y los pequeños seguían sin comprender lo que realmente su
padre quería que aprendieran, él decidió brindarles una pequeña ayuda. Con
muestras de enojo los llamó una tarde y les dijo:
—¡Dejen
de estar perdiendo el tiempo! Si no tienen nada importante para hacer, vayan a
arreglar el cuarto de los chécheres. Desde que su abuelo se fue de viaje al Cielo,
nadie se asoma por allá.
Por
supuesto, no les gustó ni poquito, pero no tenían más remedio que hacer caso.
Entonces se internaron en aquella selva de recuerdos, muebles y cosas viejas,
que en otro tiempo fueron apreciadas como pocas hoy.
Estando
allí, mientras se miraban el uno al otro como preguntándose por dónde empezar,
Miguel se sentó sobre un bulto que estaba cubierto con una manta bordada con
imágenes de hermosos delfines azules y rosados y comenzó a patear
acompasadamente con sus talones: pah pah pah. El golpeteo produjo un ruido como
si algo se quebrara… y Juan algo exaltado le dijo:
—Ahora
sí la completamos, papá nos va a castigar al menos hasta que terminemos el
colegio y faltan como diez años para eso. ¡Levántate!, miremos qué se rompió.
Quitaron
la manta y ahí estaba...
Un viejo baúl de madera, forrado con algunos retazos de cuero y abrazado por una cinta con una inscripción que decía: “Propiedad del abuelo”.
—¡Es el tesoro! — dijo Miguel
—¡Lo encontramos! ¡lo encontramos! — gritó Juan y saltó a abrazarlo.
A
pesar de la emoción, lo primero que hicieron fue revisarlo por fuera y se
alegraron aún más al ver que no se había roto, pues el ruido que habían
escuchado era producto del candado que se había abierto por los talonazos de Miguel
al baúl.
Quitaron
el candado y al abrir la tapa, fue tanto su asombro que dieron al mismo tiempo un
salto atrás. El viejo baúl dejaba escapar las más deliciosas fragancias
naturales: una armonía de olores, entre los que se percibían el perfume del
limonero, del naranjo, del almendro, de las rosas, los jazmines, la hierbabuena
y otras plantas aromáticas.
Al
momento, como si fuese una cajita de música, del interior del baúl comenzaron a
sonar las más hermosas melodías de la naturaleza: una sinfonía de trinar de
aves, arrullo de viento, el tararear de los riachuelos al roce de las rocas, la
armonía de una cascada, la dulce voz de las olas de mar, el canto de ballenas y
un sinfín de coros entonados por diversas especies de animales.
Y eso
no era todo; en el interior del baúl les aguardaban más sorpresas.
Los
niños se acercaron lentamente y en cuanto la curiosidad superó al temor; comenzaron
a examinar uno a uno los esplendorosos objetos que estaban guardados:
Algunos
frutos de la tierra, las hojas de un árbol, unos puñados de arena y agua de mar
contenidos en una botella, una quena de caña, una abejita regordeta, un pez
dorado, un curioso objeto hecho con cuerdas de lana de varios tamaños y colores
y anudado en algunas partes (tiempo después se enterarían de que se llamaba quipu)
y otras hermosas creaciones tejidas por las manos de, quizás, las abuelas de
los abuelos del abuelo.
Cuando terminaron ese maravilloso inventario, los niños coincidieron en que definitivamente no era el tesoro que esperaban encontrar, pero aquellas cosas hacían más felices a las personas; y como una luz que se enciende ahuyentando a la oscuridad, recordaron las palabras que papá siempre les había dicho.
La verdadera riqueza...
Luego
de una pequeña contribución de su parte a los tesoros del baúl: unos granos de
cacao y unas cuantas semillas de cereza, lo dejaron como lo habían encontrado y
fueron a contárselo a su padre.
Fue un
momento en verdad conmovedor. Los niños por fin lo habían comprendido. En aquel
momento, los tres se abrazaron, rieron y lloraron de alegría y, al rato, se
encontraban firmando un improvisado contrato, en donde acordaban un fin de
semana cada mes, salir al campo tras la búsqueda de más tesoros: un árbol sabio
al cual abrazar, un gorrión mudo para sacarle unas cuantas palabras, un limonero
que brinde su aroma, una abeja para perseguir en busca de su manantial de miel
y un pez emisario por quien enterarse de las nuevas buenas noticias de la naturaleza
y enviar sus mensajes a los rincones de la Tierra:
Amar y
cuidar a la naturaleza es la mejor manera de agradecerle por todo lo que nos
brinda.
Juan
Quiero
que todos cuidemos la naturaleza, porque nos da lo que todos necesitamos para
vivir felices.
Miguel
La
verdadera riqueza está al alcance de tus manos, tus ojos, oídos, nariz y boca.
Papá
Una última cosa, por ahora...
El pez emisario está esperando
tu mensaje. Escríbelo allí abajito.
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Firma _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _