Dentro de esos aspectos
que por ser comunes a todos precisan la mayoría de las generalidades de la vida de los hombres, como el
nacer, crecer, amar y morir; y digo amar porque en Colombia como en China o
Italia para el caso (según se precisa el lugar donde se desarrolla la historia),
todos amamos; aunque también todos odiemos en algún momento, pero no es el caso
que nos ocupa por ahora.
Es así que, dentro de
esos universales, uno cobra tal significado, que se le ha atribuido la potestad
de nunca ser olvidado: El primer amor.
Y es que aquí, como en
Italia o en la Conchinchina si se quiere, todos avistamos en la infancia la
llegada de ese primer amor, el cual es quizás la fuente de la que emanó la bella narración a la cual el escritor Giovannino Guareschi diera por título
Tercera historia.
Ese primer amor es tan
natural, como la forma en que la escritura de Guareschi lo describe, pero es
también tan inocente e incorruptible como susceptible a las inclemencias de las
imposiciones sociales, lo cual es otro punto, o más bien, otro universal a considerar dentro de esta
Tercera historia.
Con dos personajes: la
muchacha de ojos claros como el agua, y “el siempre niño” peón de albañil que
no tenía miedo de nada; una bicicleta cubierta de herrumbre, el tercer poste del
telégrafo y la reiteración de estos; consigue el autor lo que todo escritor y
lo que yo mismo ambiciono conseguir en la práctica: conmover, inquietar,
arrastrar a la evocación o conducir al lector a cuestionar y cuestionarse. En
fin, sacar una sonrisa, una lagrima o ¿Por qué no? un madrazo de su parte.
Ahora bien, ese otro
universal que había dejado al pendiente, y que en la historia como en la
fugacidad de la vida, nos limitamos a consentir y lamentar sin deliberación
alguna; ese asesino de primeros amores, ese otro arbitrio asumido, lleva por nombre canon social.
Para terminar esta
modesta apreciación, revelando el porqué del antes mencionado apelativo de
incorruptible; aquí, en Italia y en la Conchinchina, el sentimiento no sucumbe
ante el canon, ni aún ante el dogma que cierne la existencia y su antítesis, y esto lo certifica el finalmente fiel, joven de veintiún años, protagonista y narrador omnisciente de la historia:
“¿Muchachas? No; nada de muchachas…
pues, aunque convertida en
un montoncito de cenizas,
él tiene su
novia que le espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo”.
Si bien mis palabras
no hagan un tanto de honor al maravilloso cuento del que se desprenden, y
seguramente no encuentren en ellas más que otro tanto de “Mis divagaciones”, con la convicción de que con esto alcanzaré un tanto de su aquiescencia, no
puedo menos que invitarlos a leerlo:
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