Gracias a una heterodoxica conversación que sostuve esta semana con
Ernesto Sabato, bueno, si se puede llamar así, ya que en realidad me limité a
escucharlo y asentir, en fin, gracias a esa conversación puedo decir que:
Hoy me siento con libertad.
Con
la libertad, por ejemplo, de saltarme algunas convenciones y de quebrantar un orden cronológico, o dos, considerando el orden de mis recuerdos.
Con
la libertad, aunque no con la virtud, pero con la libertad de un Kafka, un Collodi o un Whitman. Del primero cuando decidió
contarnos la transformación de Gregorio en insecto; del segundo cuando nos
contó del maravilloso muñeco al que le crecía la nariz y de Whitman cuando,
cantándonos, talló la palabra libre en los eslabones de la poesía.
Con
la libertad entonces, de contarles a cerca de un hombre que se encuentra un papel
y comienza a leerlo cuando de pronto..., o mejor, de un niño que viaja a otro
país y felizmente sorprendido decide consignar su experiencia en un papel,
aunque pensándolo bien, ¿por qué no contarles del papel?
De
cualquier modo, hoy que me siento con libertad, voy a contarles…
Hubo vez, un niño de papel algo descolorido y un tanto arrugado, la calle
le cambió el color y transformó su esencia. Pero entonces sería un viejo de
papel. Bueno, un viejo de papel que llevaba en sí, escrito con el puño y letra de
un niño que firmaba como Paco, el recuerdo de unas vacaciones en las que lo llevaron
a conocer otro país. Pero, si las palabras eran de un niño, entonces el papel pese a su estado, tendría siempre el alma de niño, ¿no? Algo conservaba, y el
color y la esencia tampoco las perdió jamás del todo. Pues bien, este papel podía
relatarse a sí mismo al derecho y al revés, comenzarse por la mitad, por el
comienzo del final o por el final del comienzo, en fin, por donde a bien
quisiera, ya que recordaba el lugar exacto de cada letra, y cada partícula de pigmento
que unida a miles más conformaba cada trazo.
Eso indica que era muy inteligente, ¿no? Lo era, y, sin
embargo, aquella capacidad de saberse se debía más bien a que sufría de una, a
veces hasta un tanto cómica, aprehensión irregular, en uno de cuyos lapsus comenzó
a notar como se desvanecía. Desde entonces no dejó de releerse:
Se releía tanto y de tantas maneras que, no bien le había ocurrido
el más imperceptible cambio, ya lo había notado, no obstante, pasados algunos
años, en otro de sus momentos de aprehensión sintió que ya no sabía si estaba
comenzando o terminando de contarse, entonces, y aunque ello significara pasar
por alto algún nuevo cambio, decidió que en adelante solamente iba a repasarse
los puntos sobre las íes. Ante la incertidumbre de que eso ocurriera —pasar por
alto algún nuevo cambio—, le quedaba la certeza de que ya no provendría de los
garabatos escritos por Paco, sino del quebranto inevitable por los reveses del
viento en cada vuelta, la violenta exposición a la luz después de meses de
sombra, en suma y de cara al riesgo de sus lances, el paso del tiempo. Pero, y al
final, ¿qué pasó? Pensando en no volver a sufrir de aprehensión, a ese viejo niño
de papel se le ocurrió que lo mejor era reescribirse, así que, señaló una fecha
en la que se releería por última vez antes de hacerlo y... ¿Se reescribió? No
alcanzó. Llegó el día planeado, y el destino que lo apoyo en lo primero, decidió
negarle la oportunidad de lo segundo.
Pues
bien, hoy que me sentí con libertad, me senté con ella a contarles por escrito esto
que he osado en llamar: una elegiaca reminiscencia. Ahora, con la libertad que me
sentí y me senté, me pongo de pie mientras tecleo este maleable punto final.