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Unas cuantas libaciones para Iriarte


¡Vaya que ese Iriarte fue toda una potestad en materia de jerigonzas y refinamientos de la lengua!


Un egregio genitor de historias con tal talento que logra ensotar el más renuente de los lectores; un impertérrito, según ese fascinante estilo —muelle y admonitorio a la vez— que emplea para contarlas a través de sus letras.

Según lo voy descubriendo; considero era capaz de promulgar tales discursos en contra de la falsa moral y mefítica condición de aparentar —propia en favorecidos e infaustos— que en tanto de una manera por demás cuchufleta revela los entresijos de la clase privilegiada —clase que apuesto le llegó a considerar su espurio— nos adentra en la historia del lascivo montaraz de Cantalicio Crucerías; sus mojiganzas atiborradas de odaliscas, en las cuales no quedaba títere sin cabeza, ni daifa sin sofaldar y su transición de machista prominente a machista subrepticio; cuando de refocilo prospecto para hidalgo de bragueta, pasa a convertirse en un adusto hembrero.

Sin mayor denuedo —ya que a pesar del grandilocuente lenguaje del que hace gala en toda la historia, desarrolla su narrativa con tan fina naturalidad que aun cuando se desmanda en los apelativos — yendo y viniendo entre calificativos y atavíos—, su discurso no se torna fofo, no cansa ni produce basca y por el contrario bien puede servir de paliativo al alma contrita.

En fin, Hidalgo de bragueta es un grandilocuente cuento en el cual Iriarte hace gala de su plausible manejo del lenguaje. Mientras enriquece el léxico del lector, lo entretiene y divierte de tal manera que taxativamente merece unas cuantas libaciones.


… aunque seguramente algún vesánico que carezca de interés por el lenguaje y aprecio por las palabras; al toparse con este hidalgo; correrá en busca de un trabuco antes que de un diccionario.

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